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martes, 7 de abril de 2009

Malvinas La hermandad del honor.

La espectacular aventura de Guillermo Dellepiane, un piloto que atacó el
campamento inglés en Malvinas, tiró bombas sobre Jeremy Moore y al escapar
vivió una odisea de película. Un hombre al que los británicos reconocen y
los argentinos ignoran
Jorge Fernández Díaz
LA NACION



Domingo 5 de abril de 2009 | Publicado en edición impresa


Tenía veinticuatro años, volaba a ras del mar y estaba a punto de
bombardear un destructor y una fragata misilística.


Le decían Piano porque se llamaba Guillermo Dellepiane, y era alférez en
una fuerza que no tenía héroes ni próceres porque jamás había entrado en
combate. Se trataba de la primera misión de su vida y acababa de despegar
de Río Gallegos. Su padre se había muerto sin poder cumplir el sueño de
realizar en el terreno de la realidad lo que a lo largo de toda su carrera
había simulado hacer: la guerra del aire.


Tan inquietante como entrar en batalla debe de resultar el hecho de
consagrar una vida a un acontecimiento que no ocurrirá. Guerreros de la
teoría y el entrenamiento, muchos cazadores se reciben, se desarrollan y se
retiran sin haber cazado jamás una presa verdadera. El padre de Piano ,
cerca de la jubilación, había muerto hacía dos años en un accidente
absurdo, cuando se derrumbó un ala del edificio Cóndor. Volando hacia el
blanco en un A-4B Skyhawk, el hijo venía a cumplir ahora la escena deseada
y urdida por el fantasma de su padre.


Era el 12 de mayo de 1982 y una escuadrilla de ocho aviones argentinos
avanzaba en silencio de radio hacia dos barcos británicos. Los cuatro
primeros iban adelante y dispararían primero. Los cuatro halcones de atrás,
a una distancia prudencial, tendrían una segunda oportunidad o entrarían a
rematarlos.


Para Piano , era una misión iniciática, la última lección de un profesional
de la guerra: la guerra misma. Hasta entonces todo habían sido aprendizajes
y pruebas. Alférez es el primer escalafón de los oficiales, y Dellepiane ni
siquiera había experimentado el reabastecimiento en vuelo, una compleja
operación que en este caso consistía en acercarse volando a un Hércules,
encajar la lanza de la trompa del A-4B en la canasta de combustible y
cargar tanques para seguir viaje. Muchos fallaban en ese intento: se ponían
nerviosos y no podían meter la lanza. "Mirá si yo no puedo, es una
vergüenza", se decía. Estaba más preocupado por ese bochorno que por la
muerte. Pero cuando tuvo al Hércules frente a frente no falló, y
rápidamente se unió a su jefe, un primer teniente, que ordenó bajar a menos
de quince metros de las olas y avanzar a toda máquina. Volaban tan bajo que
dejaban estelas en el mar. Evadiendo misiles


Con el alma en vilo escucharon que, cinco minutos antes de llegar al
blanco, los primeros cuatro aviones atacaban. En el horizonte no se veía
nada pero Piano se dio cuenta en seguida de que a sus compañeros no les
había ido muy bien. En dos minutos supieron que tres aviones habían sido
alcanzados por la artillería antiaérea y que habían sido derribados en
medio de hongos de fuego y estampidos de agua. El cuarto avión regresaba
por las suyas. El sol volvía espléndido un día negro. Negrísimo. Piano vio
de repente los buques enemigos. Eran efectivamente dos y les estaban
disparando. En ese momento no pensaba en la patria ni en Dios, sólo veía
con una cierta incredulidad esa película fantástica y en technicolor. La
veía como si él no fuera parte de ella. Era un espectáculo corto y
alucinante pero sin ruidos, porque en la cabina no se oía nada. Fueron
fracciones de segundos: Piano contuvo el aliento verificando la velocidad y
la altura, y en el momento exacto en el que pasaba por encima de uno de los
dos barcos, mientras recibía y eludía disparos de todo tipo, apretó el
botón y soltó una bomba de mil libras.


Las bombas impactaron en el destructor y le abrieron agujeros horribles y
definitivos. Quedó fuera de servicio, pero eso Piano lo supo mucho después
porque en ese instante lo único que pudo hacer fue salir rápido de la
ratonera evadiendo misiles y huyendo a toda velocidad. Cuando una
escuadrilla dispara, los aviones se dispersan y cada uno regresa como
puede. El joven alférez se sintió solo unos minutos pero de pronto divisó
la nave de su jefe y la alcanzó. No podían hablarse, porque las
navegaciones aéreas eran en silencio, pero volaban juntos, como hermanos, a
una distancia de doscientos metros uno del otro, con el infierno atrás y el
continente adelante. Habían cumplido y volvían con la gloria; era una
extraña y grata sensación.


Hasta que de repente un proyectil rasante surgido de la niebla pegó en un
alerón del avión del primer teniente. Fue un golpe mortal a velocidad
infinita que le hizo dar una vuelta de campana, pegarse contra la
superficie del océano y explotar en mil pedazos. Todo en un pestañeo de
ojos. Piano lo vio sin poder creerlo pero sin dejar de apretar el
acelerador. Descendió todavía más y prácticamente aró el mar con un gusto
metálico en la boca. Dependía emocionalmente de su jefe. Había bajado por
un momento la guardia, pensando "me va a llevar a casa", pero ahora estaba
solo y desesperado. Ahora dependía únicamente de su propia pericia, o de su
suerte.


Voló un rato de esa manera, huyendo del diablo, y luego, cuando estuvo
seguro de que no lo seguían, avisó al Hércules C-130, que los cazadores le
llaman "La Chancha", e inició el ascenso. "La Chancha" puso la canasta y
sin perder el pulso el joven alférez empujó la lanza y recargó combustible.
Después voló el último tramo casi a ciegas: el mar había formado una gruesa
capa de salitre en el parabrisas del avión.


El salitre de la desolación le nublaba a Piano los ojos. Lo más duro era
entrar en la habitación de un compañero muerto, juntar su ropa, hacer su
valija y dejarla en el vestíbulo del hotel donde pernoctaba su escuadrón.
Ese ritual lo esperaba en Río Gallegos al final de aquel día en el que
finalmente había tenido su bautismo de fuego en el Atlántico Sur. Los
dioses, como decía la vieja sentencia griega, castigan a los hombres
cumpliéndoles los sueños.


En los años sucesivos sólo recordaría esa primera misión. Y la última. En
el medio únicamente quedaban vuelos de reconocimiento, incursiones en la
zona del Fitz Roy, nervios terribles y más caídos y duelos. También el
ánimo de los mecánicos, que siempre despedían a los pilotos de combate con
banderas y aclamaciones, y el regreso de la base al hotel que, con éxito o
sin éxito, con muertos o sin ellos, hacían en un jeep o en una camioneta
Ford F100 cantando canciones contra los ingleses.


No tenían, por supuesto, la menor idea de cómo iba la guerra. Y cuando los
trasladaron a San Julián sufrieron cierta tristeza: ocuparon una hostería y
anduvieron por esa pequeña ciudad en estado de alerta total.


No eran muy supersticiosos, pero tenían cábalas y de hecho no se sacaban
fotos entre ellos porque creían instintivamente que eternizarse en esas
imágenes significaba un pasaje directo hacia la desgracia.


Nada pensaron, sin embargo, de aquella misión en día 13: estaba nublado y
frío, y a Piano y a sus compañeros les ordenaron partir hacia las islas.
Decían que los ingleses habían desembarcado y que se luchaba cuerpo a
cuerpo en tierra. Los A-4B llevaban bombas, cohetes y cañones. Piano
estaba, como siempre, ansioso. Aunque esa ansiedad solía terminarse cuando
lo ataban en la cabina y había que salir al ruedo. Los nervios entonces
desaparecían, como el torero que siente un nudo en el estómago hasta que
baja a la arena y enfrenta con su capote al toro.


Pero el despegue no fue tan fácil. Se rompieron unos caños de líquido
hidráulico y hubo que buscar a mil quinientos metros un avión gemelo. Al
alférez lo desesperaba que su escuadrilla partiera sin él, de manera que se
subió al otro A-4B y empezó el rodaje sin cargar el sistema Omega, que
permitía coordinar y volar con precisión. Piano no quería quedarse en San
Julián, y como los suyos ya se habían marchado llamó al jefe de la segunda
escuadrilla y le pidió permiso para plegarse a su grupo. Le dieron el visto
bueno y despegó sin tener bien configurado el avión. Ascendió y buscó entre
las nubes el rumbo, y encontró en un momento al Hércules, que llevaba doce
hombres y tenía la orden de no entrar en la zona de la batalla ni quedar al
alcance de los misiles enemigos por ningún motivo.


Cargó combustible y siguió a su guía por el norte de las islas Malvinas,
luego tomó dirección Este a vuelo rasante y hacia el Sur bajo chaparrones.
Y se sorprendió al escuchar que el operador de radar de las islas preguntó
si había aviones en vuelo. El jefe de la formación le respondió con un
pedido, que les proporcionaran las posiciones de las patrullas de Sea
Harriers.


Cuando llegó el informe verbal los pilotos argentinos sintieron un
escalofrío. Había cuatro patrullas en el aire y una quinta al norte del
estrecho de San Carlos. El cielo estaba infestado de aviones ingleses. Era
una trampa mortal, y la lógica indicaba regresar de inmediato al
continente.


Pero ya estaban a cinco minutos del objetivo y el día se había despejado, y
entonces el guía tomó la resolución de seguir. Después descubrirían que
estaban atacando un enorme vivac armado por los ingleses en Monte Dos
Hermanas. Más de dos manzanas con carpas, containers y helicópteros, un
campamento desde donde dirigía la guerra el general Jeremy Moore.


Todo ocurría en el término de minutos. Los A-4B iban a ochocientos
kilómetros por hora y a veinte metros de distancia entre unos y otros. Los
pilotos temían que una fragata misilística les cortara el paso antes de
llegar al blanco. No llevaban armamento para atacar un buque; las bombas
tenían espoletas para objetivos terrestres. Por la gran movilización de
helicópteros de esa zona los generales de Puerto Argentino habían
conjeturado que allí podía estar el mismísimo centro de operaciones de los
británicos. Y no se equivocaban.


Las cartas de vuelo decían que el ataque debía hacerse a las 12.15. Y
faltaban dos minutos. Los cazadores pasaron por encima de la bahía San Luis
y el operador del radar de Malvinas les advirtió que los Harriers los
habían detectado y que ya convergían sobre ellos. Cuando faltaban un minuto
y veinte segundos la escuadrilla casi despeinó a un soldado inglés que
subía una loma. Ahora los aviones, en la corrida final, volaban pegados al
suelo. Más allá de la elevación apareció el campamento. Y Jeremy Moore
evacuó su carpa un minuto antes de que le cayeran los obuses.


Dellepiane lanzó sus tres bombas de 250 kilos, provocó destrozos, y
percibió que les tiraban con todo lo que tenían. Desde misiles y artillería
antiaérea hasta con armas de mano. Era un festival de fuegos artificiales.
Y casi todos los pilotos se desprendieron de los tanques de reserva y de
los portamisiles e hicieron una curva para regresar por el Norte, cada uno
librado a su inteligencia.


Piano voló haciendo maniobras de elusión y acrobacias, y sintió impactos en
el fuselaje. Era otra vez un espectáculo increíble y aterrador. A la altura
de Monte Kent se topó con un helicóptero Sea King en pleno vuelo y le
disparó. Salieron dos proyectiles y se le trabó el cañón, pero una bala
pegó en las palas y obligó al piloto inglés a un aterrizaje de emergencia.


Enseguida, por la izquierda, vio que pasaban dos bolas de fuego que iban
directamente hacia el avión de su teniente, así que le gritó por la radio
"Cierre por derecha" y siguió virando hasta ver que los misiles pasaban de
largo y se perdían. Más adelante se topó con otro Sea King y volvió a
intentar dispararle, pero también fue en vano: el cañón no se destrababa.
Así que en el último instante levantó el Skyhawk y pasó a centímetros de
las aspas del helicóptero para evitar que el piloto de casco verde lo
liquidara con su gatillo.


Fue más o menos en ese instante cuando se dio cuenta de que estaba
sucediendo algo inesperado: se estaba quedando sin combustible. Un
proyectil le había perforado el tanque, y tenía sólo 2000 libras. Precisaba
más del doble para alcanzar la posición de "La Chancha". Pero no pensaba en
ese momento crucial en llegar a ningún lado sino en escapar del acoso de
los Harriers. Se desprendió entonces de los portamisiles y siguió volando
un trecho pidiéndole al radar de Malvinas que le dijera, sin tecnicismos y
con precisión, dónde estaban sus verdugos. Los Harriers volaban a una
distancia considerable, así que ya sobre el norte del estrecho San Carlos
dudó sobre si debía eyectarse en la isla o tratar de llegar al Hércules.
Sus maestros, en las lecciones teóricas, le habían recomendado siempre que
en una situación semejante intentara regresar. Eyectarse significaba perder
el avión y caer prisionero. Cruzar significaba enfrentar el riesgo de no
lograrlo y terminar en el mar. Si caía no podría sobrevivir más de quince
minutos en las aguas heladas, y no había posibilidades operativas de que
ninguna nave pudiera rescatarlo a tiempo.


Sus compañeros, por radio, trataban de darle consejos y sacarlo del dilema.
Pero su jefe tronó: "Déjenlo aPiano que decida". Y entonces Piano decidió.
Salió a alta mar, se puso en la frecuencia del Hércules y comenzó a
conversar con el piloto que lo comandaba. Dos hombres hicieron ese día caso
omiso a las órdenes de los altos mandos: el piloto de "La Chancha" salió de
su posición de protección, entró en la zona de peligro y avanzó a toda
máquina al encuentro del A-4B de Piano , y un oficial de San Julián tuvo un
arrebato, se subió a un helicóptero y se metió doscientas millas en el mar
a buscarlo, un vuelo completamente irregular y arriesgado que no ayudaba
pero que mostró el coraje suicida del piloto y la desesperación con que se
seguía en tierra la suerte de aquel cazador herido de combustible que
intentaba volver a casa.


El alférez escuchó "Vamos a buscarte" y trató de mantener el optimismo,
pero el liquidómetro le indicaba a cada rato que no conseguiría salir vivo
de aquel último viaje. "¿A qué distancia están?" -preguntaba cada tres
minutos-. "¿A qué distancia están?" La radio se llenaba de voces: "Dale,
pendejo, con fe, con fe que llegás". El alférez sacaba cuentas sobre la
cantidad de combustible, que se extinguía dramáticamente, y pronosticaba
que se vendría abajo. Y sus oyentes redoblaban los gritos de aliento:
"¡Tranquilo, pibe, con eso te alcanza y sobra!" Sabía que le estaban
mintiendo. Cuando llegó a 200 libras se dio por perdido. De un momento a
otro el motor se plantaría y se iría directamente al mar. Comida para
peces. Cuando llegó a 150 libras recordó que eso equivalía, más o menos, a
dos minutos de vuelo. "¡No me abandonen!" -los puteó, porque había silencio
en la línea-. De repente el piloto del Hércules C-130 creyó verlo, pero era
un compañero. Piano pasó de la euforia a la depresión en quince segundos.


No rezaba en esas instancias, sólo le venían relámpagos del recuerdo de su
padre. El fantasma estaba dentro de aquella cabina, metido en sus
auriculares. "Dame una mano, viejo", le pedía guturalmente, con las cuerdas
vocales y con los ventrículos del corazón.


El liquidómetro marcó entonces cero, y de pronto Piano escuchó que lo
habían divisado y vio por fin a "La Chancha". La vio cruzando el cielo,
hacia la derecha y bien abajo. Le pidió al piloto que se pusiera en
posición y se largó en picada sin forzar los motores, planeando hacia la
canasta salvadora. Cuando la tuvo enfrente le dio máxima potencia con una
lágrima de combustible en el tanque y al ponerse a tiro pulsó el freno de
vuelo y metió la lanza. Todos atronaban de alegría en la radio y se
abrazaban en tierra. Pianotambién gritaba, pero quería abastecerse rápido,
retomar el control y regresar a San Julián por su propia cuenta. Pronto
descubrieron que eso no era posible. Todo el combustible que entraba,
pasaba al tanque y caía por el orificio. "Quedate enganchado", le dijo el
piloto del Hércules. No tenían alternativa. Volaron así acoplados el resto
del camino, perdiendo combustible y con el riesgo de una explosión o de no
llegar a tiempo.


Fue otra carrera dramática hasta que vieron el golfo y luego la base.
Entonces el A-4B se desprendió y chorreando líquido letal buscó la pista.
Piano intentó bajar el tren de aterrizaje pero la rueda de nariz se
resistía. Estaba todo el personal de la base de San Julián esperando, y él
dando vueltas, dejando estelas de combustible de avión y tratando de lograr
que esa maldita rueda bajara. Finalmente bajó, y el alférez aterrizó, se
desató rápido, se quitó el casco, saltó al asfalto y se alejó corriendo del
enorme lago de combustible que se formaba a los pies del A-4B. Medalla al
valor


Hubo fiesta hasta tarde y felicidad desenfrenada en San Julián. Como Piano
se consideraba vivo de milagro se tomó muchas copas y tuvieron que
acompañarlo hasta su habitación: se durmió con una sonrisa y se despertó
muy tarde. Era el 14 de junio de 1982 y sus compañeros le informaron que la
Argentina se había rendido.


Gracias a una licencia providencial, dos días después ya estaba en Buenos
Aires. La ciudad permanecía hundida en la ira y en la depresión. Y también
en la indiferencia. Cualquiera que se cruzaba con Piano se le acercaba con
precaución y al rato le pedía que contara todo lo que había vivido. Pero
Piano no tenía ganas de contar nada. Durante años soñó con aquellas
piruetas mortales, aquellos vuelos rasantes, aquellas muertes: insomnio
pertinaz y espectros atemorizantes que lo perseguían como Sea Harriers
impiadosos.


Le dieron la Medalla al Valor en Combate, y se mantuvo dentro de la Fuerza
Aérea haciendo una callada carrera con foja intachable y mucha capacitación
profesional. Hace dos años fue enviado como agregado aeronáutico a Londres.
Los ingleses lo recibieron como un gran guerrero. En la misma tradición de
Wellington y de Napoleón, los ejércitos europeos aún practican el honor
para sus antiguos y respetables enemigos.


Las aspas atravesadas del Sea King que había derribado Piano en Monte Kent
están en el Museo de la Royal Navy, y el helicopterista que conducía aquel
día está vivo pero retirado. Piano consiguió su teléfono y conversó
afectuosamente con él. "Me alegra no haberlo matado", se dijo.


Los veteranos ingleses que lucharon en el Atlántico Sur tienen un enorme
respeto por los aviadores argentinos. Y sienten nostalgias por aquellos
tiempos: "Fue la última guerra convencional -dicen-. Unos frente a los
otros por un territorio concreto. Hoy todo se hace a distancia, metidos en
terrenos sin fronteras definidas y por causas borrosas, con terrorismos
atomizados y combatientes religiosos eternos. Con esos enemigos al final no
podemos juntarnos a tomar una cerveza".


Aquel alférez, convertido en comodoro, fue invitado una tarde a entregar un
premio en la escuela de aviación de la RAF. Por la noche, los pilotos de
guerra recién recibidos y sus señores oficiales cenaban en un salón
majestuoso de mesas larguísimas. Piano ocupó un lugar privilegiado, y el
director de la escuela pidió silencio y habló del piloto argentino. Se
sabía su currículum bélico de memoria y en su discurso mostraba el orgullo
de tener esa noche a un hombre que había luchado de verdad contra ellos.


El jueves pasado Guillermo Dellepiane asumió como director de la Escuela de
Guerra Aérea en Buenos Aires. Ocupa un despacho en el Edificio Cóndor,
donde murió su padre. Piano es ahora un cincuentón bajo y gordito. Se le
cayó el pelo, es sumamente cordial y tiene un pensamiento moderno, y por
supuesto en la calle nadie lo reconoce. Nadie sabe que forma parte de la
hermandad del honor, y que es un héroe imborrable de una guerra maldita. ©
LA NACION

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